Gato con Lentes Opinión

Cuando García Márquez firmó la Paz

Leopoldo Lezama


leopoldlezama

31 mayo, 2017 @ 9:17 am

Cuando García Márquez firmó la Paz

Hace medio siglo, en Buenos Aires,

salió de la imprenta una novela llamada Cien años de soledad.

Por eso creo que es momento de contar

mi muy bochornoso y extraño encuentro con Gabriel García Márquez

hace veinte años casi. Al menos fue divertido…espero.

Aquí lo dejo para todos ustedes.

Era agosto o septiembre de 1998 y se celebraba los 75 años de Álvaro Mutis en la Ciudad de México. Entonces los periódicos convocaron a un homenaje en el Palacio de Bellas Artes que presentaba un llamativo cartel, entre ellos, Gabriel García Márquez. Yo cursaba el segundo año de bachillerato en el Colegio de Ciencias y Humanidades, trataba de escribir cuentos y era un leal admirador del Gabo. Asistía al taller de creación literaria que los CCH impartían como un remedio para que los alumnos no nos convirtiéramos en skates o darks, que en esos años estaban de moda. Cien años de soledad exigía una reverencia obligada, y todos los jóvenes soñábamos con inventar nuestro propio Macondo. Como ya entonces daba alguna importancia despreciar todo lo que tuviera que ver con el Boom latinoamericano, mis compañeros del taller no quisieron ir y fui solo. Era una oportunidad para escuchar a García Márquez, de manera que llegué puntual a la inmensa fila que se extendía afuera del salón principal del Palacio de Bellas Artes. Quedé en buen lugar, una distancia adecuada para distinguir el rostro un tanto inflamado (discretamente sonrojado) de García Márquez y lo que era más visible: su saco de terciopelo carmín con un clavel prendido del bolso superior. Mutis a su lado; al resto de los ponentes no los recuerdo.
La charla versó sobre los años de juventud, su amistad en México, y la época de turbio alcoholismo que dejó entre sus notables anécdotas el robo de una pintura de Botero de la casa de Carlos Fuentes. Después, García Márquez recordó el célebre episodio cuando Mutis le llevó un ejemplar de Pedro Páramo y le dijo: “Lea esa vaina para que aprenda”. Más anécdotas, más risas. Y terminó el homenaje.
Aquí comienza la segunda parte de la historia porque el público comenzó a aglomerarse hacia la mesa de ponentes buscando un autógrafo, lo que causó el caos. Mutis firmó un par de libros y salió huyendo. García Márquez, en cambio, entre gritos y empujones, propuso a las asustadas autoridades de Bellas Artes que se hiciera una fila en el lado izquierdo de la sala y él se sentaría en la primera butaca frente al estrado, y firmaría todos los libros que pudiera siempre y cuando hubiera orden. Todos felices. García Márquez en efecto ocupó el lugar de la primera butaca y se puso a firmar cuanto ejemplar había por ahí de sus cuentos y novelas. Aunque yo estaba a buena distancia, pensé que si me formaba hasta el final tendría unos minutos para preguntarle algunas cosas que siempre había tenido en mente. Eso hice, me formé al final y esperé a que se dispersara la bulliciosa serpiente que casi daba una vuelta a la sala. 100 personas, 80, 50, 30, ya cuando faltaban unas 10 reparé en una cuestión importante: ¿Llevaba acaso mi ejemplar de Cien años de soledad? Espantado, revisé los bolsos de mi chamarra cazadora. No había libro alguno. ¿O sí? Un libro pequeño salió del bolsillo interno: ¡Perfecto! ¡Una antología de Octavio Paz editada por el Fondo de Cultura Económica! Faltaban un par de personas. La señora de adelante se demoró porque tampoco traía libro y García Márquez le pidió su dirección para enviarle uno. La señora le dio su dirección en un pedazo de papel que el novelista guardó en su saco. Eso me dio valor. Yo conocía el tamaño de la vanidad de los escritores, pero pensé: ¿qué tan grave puede ser? Llegó el momento, me paré a diez centímetros de García Márquez; lo primero que hice fue extenderle la mano; la mía apretó otra mano pequeña y regordeta. El intercambio fue breve, por eso lo recuerdo:

—Maestro, de verdad admiro mucho Cien años de soledad, ¿dónde se le ocurrió esa novela?
—¿De dónde eres tú? ¿Cómo te llamas?
—Soy mexicano, maestro. Me llamo Leopoldo Lezama y estoy en un taller literario.
—¿Quieres ser escritor?
—Pues creo que sí maestro.
—Entonces vas muy mal en un taller. Ahí te enseñan a tener miedo. Y el escritor no debe tener miedo a nada.
—Yo no creo tener miedo, maestro (dije en un esfuerzo de no achicarme porque sí estaba intimidado).
—Yo hice esa novela aquí en México y pasé hambre. Y tuve que vender la lavadora para tener dinero y enviarla a Sudamérica. ¡Me las jugué todas, pues! Y si no haces eso no sirves para nada. ¿Comprendes?
—Sí maestro, hay que jugársela.
—¿Bueno y qué? ¿Dónde está tu libro? Ya nos tenemos que ir todos.

Saqué el pequeño libro, lo abrí en una de las páginas finales (pensando ingenuamente que mi interlocutor no voltearía a ver la portada) y la puse en sus manos. Lo primero que hizo fue precisamente ver la portada. La observó dos o tres larguísimos segundos. Volteó a verme con la mirada de quien quiere soltar un puñetazo. Se contuvo, respiró, trató de comprender:

—¿Octavio Paz? ¡Qué te pasa!
—Bueno, maestro, pues los dos son Premio Nobel latinoamericano, ¿verdad?

García Márquez quería sonreír pero no podía, se dio pequeños golpecillos en la cabeza con el libro:

—¿Me quieres tomar el pelo?
—Bueno, usted dijo que hay que jugársela.

Finalmente sonrió y soltó la carcajada. García Márquez volteó a ver a un reportero que se había acercado pensando que había problemas y me señaló. “¡Éste sí está cabrón!”, le dijo.

—Leopoldo, ¿verdad? –y volvió a la página de cortesía. Su enorme pluma fuente de color azul parecía un marcador de textos.

—Gracias maestro.
—Ya vete antes que te quite ese libro.

Gabriel García Márquez se levantó, quedaban una veintena de curiosos. Tomó un pasillo lateral de la sala y se esfumó. Por mi parte, regresé a casa con la historia de la noche en que Gabriel García Márquez firmó la antología de poesía y prosa de Octavio Paz.

Muchos años después, frente al Colegio Manuel Saumell en la Habana, Cuba, escuché por la radio que Gabriel García Márquez había muerto. Recordé esa tarde y pensé que así sucede todo. El tiempo y la vida es un montón de piedras que se desmoronan, como Pedro Páramo. Y sólo queda el recuerdo.

Leopoldo Lezama

Editor y ensayista. Estudió Lengua y Literaturas Hispánicas en la Facultad de Filosofía de la UNAM. Ha colaborado en diversos medios nacionales y extranjeros como Confabulario, Letralia, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Sinembargo y Consideraciones. Actualmente dirige la revista electrónica Máquina.