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26 enero, 2017 @ 4:25 pm

Esa pared

Miguel Aguilar Dorado
@ngogol1

La mayor amenaza, durante mi niñez, procedía del exterior, de los alemanes y de los japoneses, enemigos nuestros porque nosotros éramos norteamericanos.

Philip Roth.

If you build a 50-foot wall, somebody will find a 51-ft ladder.

Janet Napolitano, 2008.

Poco después de las 14 horas del día 25 de enero de 2017, Donald J. Trump dio el anuncio de la firma de una Orden Ejecutiva que comanda la construcción inmediata de una barda para separar a esa nación de su vecino del sur con quien comparte 3,200 kilómetros de frontera. Sin embargo, esta intentona de separación no es nueva, la idea de una frontera física entre ambos países antecede al TLCAN (1994) y aunque entonces, igual que ahora, se vendía como benéfico para ambos países, no se han calculado las consecuencias humanas del muro; se planteó, como se hace en este momento, en términos políticos y económicos, empero, la existencia de esta barrera ha tenido y tendrá consecuencias que tenemos que señalar.

Un poco para alivio de la cancillería mexicana, partimos señalando que la mera Orden Ejecutiva —equivalente a un Decreto en México— no es garantía de la construcción del muro. Sin la aprobación del Congreso los planes se pueden quedar en el tintero. No obstante, por la conformación del Senado es posible que se decida dar luz verde a una de las promesas más polémicas de campaña de Donald Trump. Es por eso que estamos obligados a fijar una postura diplomática fundamentada no solo en el derecho internacional, también en la soberanía y sobre todo en el respeto a la vida y los derechos humanos.

El muro del que habla el actual presidente de los Estados Unidos es la extensión de uno que existe y que atraviesa seis estados y cuatro condados; que nació en un momento histórico en el que ese país aseguraba que gracias a las estrategias económicas implementadas desde políticas neoliberales se convertiría en un punto de atracción para millones de personas en búsqueda de la abundancia. En ese tenor, el entonces presidente Bill Clinton puso en marcha el Operativo Guardián, una estrategia militar cuyo único objetivo era vigilar zonas limítrofes del país para analizar y contrarrestar los patrones tradicionales de cruce irregular. El Operativo, dio como resultado el uso de tecnologías para detectar el paso de personas, la multiplicación de los agentes fronterizos y el inicio de la construcción de un muro, que dicho sea de paso, se planteaba como poco costoso pues aprovecha enormes placas de acero usadas durante la Guerra del Golfo para el aterrizaje de aviones y establecimiento de bases militares, y que aún son visibles en Tijuana.

Ese muro tiene al menos dos fortificaciones importantes: la de 2001 luego de los eventos del 11 de septiembre cuando EEUU incorporó el concepto terrorista a su lista de enemigos, y la de 2006, cuando la Cámara de Representantes de ese país aprobó un paquete de medidas migratorias que hacían más fácil la deportación y, que exentando al gobierno de las observancias de disposiciones ambientales celebraba la nueva fortificación del muro, porque la frontera sur no sólo era refugio de migrantes irregulares y terroristas, sino además de criminales, léase narcos. A Estados Unidos le preocupó tanto la Guerra contra el Narcotráfico declarada por Felipe Calderón en 2006, que se aprobó un paquete económico, el RIA o Acta de Identidad Real, que dotaba de un fundamento legal al reforzamiento de la seguridad de la frontera con más muro, más cámaras, más sensores y más agentes, que para el 2010 llegaron a ser dieciocho mil, es decir, en el 2006 se completó un proceso que hizo legal la militarización de la zona.

De los 3,200 kilómetros de frontera que compartimos, actualmente 1,136 tienen algún tipo de frontera física: desde alambradas en algunos puntos del desierto, hasta triples muros. Por lo tanto no existe un muro homologado y faltan 2,064 kilómetros por blindar —aunque Trump ha dicho que sólo bardeará 1,600—. Hay que hacer notar que esa ausencia no es un descuido de pasadas administraciones, más bien es una estrategia política de economización y “buena vecindad”. El muro del que hablamos nació como una amenaza disfrazada de disuasión, la idea principal era que el muro no abarcaba todo el territorio para permitir que quienes quisieran pasar irregularmente lo hicieran con la previa amenaza de que su vida corría más peligro, esos tramos son los más agrestes, los que tienen temperaturas mayores a 40 grados a la sombra o por los que pasa el Rio Bravo y que como sabemos son los que más vidas cuestan.

De aprobarse la Orden Ejecutiva de Trump el congreso aceptaría la existencia de un nuevo enemigo estadounidense: el otro cultural, es decir, el cuarto. Iniciamos con el migrante que roba trabajos, seguimos con terroristas internacionales, luego el narcotraficante sin escrúpulos, hasta llegar al otro que es diferente. Pensemos que este muro que se pretende equipar con alta tecnología tiene la misión de alejar a los ciudadanos de todo aquel que se presenta como una amenaza a las identidades culturales sin importar que son sujetos militarmente inermes, algo que hay que destacar: este nuevo enemigo no tiene armas, no representa peligro material, su capacidad destructora está ubicada en su carga cultural ajena a la del espacio de recepción, en ese sentido, este muro sería, como dice Elisabeth Vallet de otros muros como el palestino-israelí, un contenedor psíquico, un recordatorio visual a todos los temerosos de la otredad de que el Estado existe y trabaja para ellos, es decir, una puesta en escena, una representación teatral con la que los poderes de facto simulan autoridad, cohesión y un proyecto, receta utilizada con frecuencia en España, quien con Rajoy a la cabeza anuncia reforzamiento de la Ceuta y Melilla.

No obstante, combatir a ese enemigo inerme no va a terminar con los flujos migratorios —y lo enuncio desde las experiencias de fortificaciones del 2001 y 2006—, solamente dificultará el paso de la frontera generando nuevas rutas y circuitos, pero además incorporando a otros actores sociales que ven en la migración un negocio rentable: el crimen organizado, que lejos de verse menguado como Trump propone, incrementará sus ingresos cobrando por buscar estrategias de paso: nadie podrá pasar por sí mismo, todos pagarán con dinero, o convirtiéndose en mulas, tal vez uniéndose a un cartel, o como en el caso de los 72 migrantes de San Fernando, depositados en una fosa clandestina.

Este muro diversificara el tráfico de personas, de armas y de drogas, lo que tendrá consecuencias en la organización de muchas ciudades de ambos lados, y lo digo porque los túneles son bidireccionales: pasan personas y drogas y regresan armas y dinero, pero también porque parece evidente que del lado estadounidense surgirán con mayor fuerza grupos parapoliciales como los minutemen o los tea party que tendrán la tarea de “defender la defensa” para vigilar la “pureza” cultural, del idioma, por ejemplo.

En resumen, y para no entrar en las consecuencias medioambientales de la existencia de un muro más grande, más alto y más caro, basta decir que esta tercera fortificación es un error que tiene repercusiones sociales importantes, que desarticula circuitos migratorios y traerá dolores suplementarios a los migrantes irregulares y sus familias: para aquellos que logren trasponer el muro la idea del retorno se borrará, nadie en su sano juicio querrá someterse al periplo de volver a cursar un muro que se presenta como impenetrable pero que no lo es, y eso, que el muro falle en su único cometido, producirá rencor llegando al extremo que hablaremos de delitos de portación de rostro, —como ya advertía el EZLN cuando hablaba de los indígenas— el mexicano, que para Trump y sus seguidores es todo el otro cultural, tiene un rostro, una vestimenta, una idioma que es cualquiera que no sea el suyo, de ahí que el hijab y la piel morena sean iguales, como lo es el español y el árabe, el falafel a la arepa o la disidencia sexual y la pobreza

Aún estamos a tiempo de mostrar la disconformidad, de echar para atrás una amenaza pujante, no sólo porque podemos, sino porque es un deber histórico condenar cualquier acto retrógrada que ponga en peligro la condición mínima de humanidad: la vida misma. Para fortuna, dentro del mismo Estados Unidos cientos de grupos han levantado la voz para señalar estos horrores, porque Standing Rock, por ejemplo, es también una lucha mexicana, es también una lucha por la permanencia del otro cultural y su derecho a existir.

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